Hoy no te voy a contar como ha sido su recibo de capote y su variedad con el percal, lo rotundo y medido de su faena, la ortodoxia en la ortodoxia de la suerte suprema. Tampoco te voy a decir que hubo derechazos largos como si naciendo en el Puente Triana rematasen en la base de La Torreloro. Ni siquiera te contaré lo de las turquesas y los azabaches, como suelo hacer. Hoy no. Eso ya lo hacen otros y casi siempre mejor que yo. No te voy a medir, porque no se ha concebido el calibre que lo haga, la profundidad de esos naturales de frente a la hora del epílogo. Pero espero que comprendas por qué, igual que otra mucha gente, llevo años y años visitando ciudades y plazas, recorriendo kilómetros y conociendo ventas de carretera, saludando a otra gente con la que me une el saber la capacidad del torero y creer en ella. Porque tenía que llegar el día y ha llegado. Porque si ya había un Califa, un Faraón y un número uno, yo sabía que el cetro del reino tenía la medida de las yemas de sus dedos. Y allí esperaba yo, al duermevela de lo onírico que se hace palpable. Y se ha coronado en la catedral del toreo mundial. Yo lo soñé mil veces y sabía que tenía que llegar, porque su oloroso capote y su perfumada muleta no podían pasar a la historia en el blanco y negro de lo que pudo haber sido y no fue. Todo es de color, cuando se hace con la verdad como precepto. Ha habido un arco iris de alegría en cada corazón que ha estado en la plaza y ha visto a Morante pasear el rabo y las dos orejas del toro apretados entre sus manos. La alegría es un sentimiento al que se llega por el túnel de la emoción. Morante nos pasaportó de manera directa y veloz en la tarde mágica en que un toro le metió la cara y le aguantó lo suficiente como para expresar su liturgia, su improvisación y su estudio del arte de lidiar, torear y matar a un toro en una plaza. Acuérdate para siempre de cómo viste llorar a todo tipo de gente en la grada del 6. Cronistas, periodistas, artistas, aficionados, públicos y hasta los empleados de la empresa secaban sus mejillas medio a escondidas para no llamar la atención. Acuérdate que tras el recital capotero te pregunté por los vellos de tus brazos y me dijiste que estaban erizados. Ahí ya supe que el bocado chupasangre te había hecho efecto. Ello te traerá sinsabores y malos ratos, pero todos habrán merecido la pena cuando sientas ese cosquilleo que me has visto a mí y que a veces no te deja levantarte del asiento. Ese pellizco que hace que se te escape hasta un recuerdo a la madre del torero, pero que realmente es un piropo a tan afortunada y hermosa concepción maternal. La madre que te parió José Antonio...
He creído notar que la sombra del capote de Juan Ortega le había despeinado el flequillo y cuando se le cae el mechón de pelo sobre la frente, ya no hay vuelta atrás. El más completo de todas las crónicas taurinas escritas e imaginadas, ha sentido que alguien se acercaba a su trono y le han rugido las entrañas a la fiera. Y menos en su casa. Ha sido el gatillo que ha hecho saltar todas las alarmas y los pestillos de las emociones por los aires. De las centenas de veces que lo visualicé cortar un rabo en Sevilla, siempre le vi poner las banderillas, cosa que en esta ocasión no ha hecho. Solo él sabrá porqué. Hubo una amalgama de pases entre la pureza y la personalidad. Fue como si hubiésemos metido en 20 minutos la antología de las más importantes figuras del toreo y todo hubiera sido resumido en la paleta de colores del genial artista. Quedan cosas por vivir y anhelo verlo hacer el paseíllo en solitario en El Baratillo.
Porque su vida es ajena a los relojes y los almanaques, su carrera es ajena a las estadísticas y su torería ajena a la de los demás. Morante Camacho es único e irrepetible y no me cansé ni me cansaré de decirlo. Y ahora, ¿qué hacemos?, pues ni más ni menos que lo que yo he hecho hasta ahora, seguir esperando, seguir creyendo y seguir contando. Labor apostólica. Hoy ya eres uno más entre sus apóstoles y quedó rubricado en el abrazo que nos dimos llorando cuando el presidente se puso en pie para sacar un tercer pañuelo blanco que concedía la llave del flamenco al cantaor más largo de la historia; José Antonio Morante Camacho, nacido en La Puebla del Río (Sevilla).
A mi hijo Jaime. (Estuvimos sentados juntos el 26 de abril de 2023 en La Maestranza).
Juan Mari Gallardo
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